jueves, 15 de septiembre de 2011

No es bueno que el hombre esté solo


Y dijo Yahveh Dios: No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle
una ayuda adecuada…Entonces Jehová Dios hizo caer un profundo sueño
sobre el hombre, el cual se durmió y le quitó una de las costillas, rellenando
el vacío con carne. Y de la costilla que Yahveh Dios tomó del hombre,
formó una mujer, y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: Esta
vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne; ésta será llamada
mujer, porque del varón ha sido tomada.
Génesis 2.18, 21-23

Hay pocas cosas en la vida de una persona que sontan difíciles de
soportar como lo es la soledad. Los presos que están en incomunicación
penal han contado que han sentido gran alegría hasta al ver
una araña; cuando menos es algo vivo. Dios nos creó como seres sociales.
Sin embargo es alarmante ver que nuestro mundo moderno va en
contra de todo lo que es el sentido de comunidad. En muchas facetas
de la vida, el progreso tecnológico ha resultado en el desmoronamiento de
la comunidad. Las máquinas han logrado que las personas cada vez más
parezcan innecesarias.

Mientras las personas mayores son relegadas a las comunidades de
ancianos jubilados u hogares donde las cuidan otras personas, mientras
los obreros de fábricas son reemplazados por computadoras, mientras

hombres y mujeres jóvenes buscan año tras año un trabajo significativo,
caen todos en la angustia, pierden toda esperanza. Algunos dependen
de la ayuda de terapeutas y psicólogos, y otros buscan el escape
mediante el alcoholismo, las drogas y el suicidio. Separados de Dios y
de los demás, la vida de miles de personas se caracteriza por una desesperación
silenciosa.
Dios nos creó para vivir con y para los demás
Dios ha sembrado dentro de cada uno de nosotros un anhelo instintivo
de lograr una semejanza más parecida a Él, un anhelo que nos impulsa
hacia el amor, la comunidad y la unidad. En su última oración, Jesús
subraya la importancia de este anhelo: «Para que todos sean uno; como
tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros;
para que el mundo crea que tú me enviaste» (S. Juan 17.21).
El vivir aislado de los demás destruye esta unidad y conduce a la
desesperación. Thomas Merton escribe:
La desesperación es el colmo absoluto del amor propio.

Se produce cuando
un hombre deliberadamente le da la espalda a cualquier ayuda de los demás,
para poder saborear el lujo podrido de saber que él mismo está perdido…
La desesperación es el desarrollo máximo de una soberbia tan grande y tan terca
que escoge la miseria absoluta de la condenación en vez de aceptar la felicidad de
la mano de Dios, y así reconocer que Él es mayor que nosotros y que no somos
capaces de realizar nuestros destinos por nuestras propias fuerzas.
Sin embargo, un hombre que es verdaderamente humilde no se puede
desesperar, porque en un hombre humilde ya no existe la autocompasión.4
Vemos aquí que la soberbia es una maldición que conduce a la muerte.
La humildad, sin embargo, conduce al amor.

El amor es el mayor regalo
que se le ha dado a la humanidad; es nuestro llamado verdadero. Es
el «sí» a la vida, el «sí» a la vida en comunidad. Sólo el amor satisface el
anhelo de nuestro ser más profundo.
Nadie puede vivir de verdad sin el amor; es la voluntad de Dios que
todas las personas traten con caridad a todas las demás.

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